La superheroína se levanta muy
temprano, pues tiene que preparar el desayuno. Sin apenas tener tiempo de
asearse, hace el café, las arepas, pone ropa a lavar. Luego despierta a los
muchachos (a veces tiene que hacerlo repetidamente), está encima de ellos para
que se cepillen los dientes, se vistan (a veces los viste ella) o se amarren
los zapatos. La superheroína prepara loncheras, acomoda la ropa antes de que
salgan los muchachos, les echa un último vistazo para que estén bien peinados y
arregladitos. A veces tiene que llevarlos al colegio o liceo y tiene que
hacerlo rápido y bien para no llegar tarde a su propio trabajo.
Durante el día, la superheroína está
pendiente de sus chamos vía celular. Ruega a Dios porque no se lo roben, ya que
es la única forma de estar comunicada con ellos y poder protegerlos de tanto
malandro que anda suelto.
La superheroína sabe que, para hacer
mercado, le esperan varias horas de cola. Pero no se amilana porque ella es
luchadora y nadie podrá derrotarla cuando se trata de asegurar el alimento de
los suyos. Hace la cola, negocia, pregunta, interroga, reclama airadamente sus
derechos. Como una leona protegiendo a sus cachorros, ella hará lo posible
porque en la mesa de su casa no falte la arepa, ni la leche ni el aceite ni el
jabón. Tiene que pedir permiso para hacer las colas; las horas perdidas en
ellas pueden costarle el puesto de trabajo, pero no puede llegar a casa con las
manos vacías.
La superheroína cuenta los churupos
para llegar a fin de quincena. Pedrito necesita interiores; Carmencita, un
bluyín; Pablito, un libro para el colegio; Anita, cuadernos y creyones. Todo
está carísimo, el dinero no le alcanza y a veces se echa a llorar en el baño
para que nadie la vea. Ya no se pregunta cómo llegará a fin de mes, sino cómo
llegará a fin de semana, si el dinero alcanzará mañana. Ve su rostro en el
espejo: las primeras canas, las primeras arrugas que ningún maquillaje puede
cubrir. Se siente extraña, no sabe si es ella quien aparece reflejada.
La superheroína, antes de desarrollar
superpoderes, fue una mujer joven, feliz, dicharachera, que tenía tiempo para
divertirse, para salir, para estudiar, para amar. Pero ahora no solo no tiene
tiempo, sino que el país no es el mismo. Para reunirse con unas amigas a tomar
café y a hablar tonterías, tiene que hacer malabarismos. Siempre está pendiente
del reloj, de los hijos, del celular. Las reuniones con las amigas parecen
competencias de chateo.
Siempre más pendiente de los demás que
de ella misma, se le pasa la vida sin poder disfrutarla. La superheroína se
sirve de última y es capaz de quitarse la comida de la boca para dársela
a sus pequeños. Ella es la primera en levantarse y la última en acostarse.
Cuando ya todos están durmiendo, ella sigue trabajando: sumando las cuentas por
pagar, lavando ropa, planchando, cocinando u ordenando el reguero que los demás
dejaron.
A veces llega un hombre que la
procura. Puede ser el padre de sus hijos o puede ser otro. Con suerte será un
tipo decente, alguien que no llegue borracho a pegarle o maltratarla o a
robarle el dinero que esconde en una caja.
El cuerpo tiene sus urgencias. Le
recuerda de vez en cuando que es un ser humano, no una supermujer, ya que el
amor pasó a ser una ilusión de juventud, al menos queda la posibilidad de pasar
algunas horas horas de entretenimiento.
La superheroína nunca sale en los
medios de comunicación, salvo cuando pierde sus superpoderes y es descubierta
fatalmente mortal, no inmortal ni eterna como creían sus propios hijos, a
quienes a partir de ese momento les cambiará la vida para siempre. Solo
entonces su nombre despertará un interés momentáneo, hasta que la noticia forme
parte del periódico de ayer. Apenas unos pocos allegados llorarán su ausencia.
En vida nadie la ayudó, los que tenían la responsabilidad de protegerla se
lavaron las manos o decidieron gastarse el dinero en su propio beneficio. ¿Qué
haría este país sin tantas superheroínas anónimas que se toman cada día tan a
pecho la ardua tarea de levantar a sus hijos sin ayuda de nadie?
Eloi Yagüe Jarque