lunes, 16 de mayo de 2011

¿Colonización cultural o subversión literaria?

“Se llevaron el oro y nos dejaron las palabras", dice Neruda de los conquistadores ibéricos. Porque, con excepción del Paraguay, jamás fuimos bilingües y porque nuestras lenguas aborígenes no tenían escritura, en  América Latina aprendimos a leer en la lengua de esas palabras incluso los textos sagrados de los mayas-quichés: el Popol Vuh, el Libro de Chilam Balam, los Anales de los Cakchiqueles.
Así, el idioma de los conquistadores comenzó a ser la única lengua oficial, la de la administración y de la justicia, la de la educación y de la escritura. Aun, hoy día nuestras poblaciones aborígenes viven en una situación que la moderna sociología latinoamericana ha calificado de "colonialismo interno". Tienen que saber leer y escribir en la "lengua de los blancos", para tener derechos de ciudadano. Nuestros compatriotas discriminados están obligados a hablar o, por lo menos, a comprender nuestro español (o el portugués, en el Brasil) si necesitan comunicarse con nosotros, sin que por nuestra parte hagamos el menor esfuerzo por entender el quichua, el aymara u otras lenguas indígenas o las lenguas africanas trasplantadas a América. Así continúa la colonización cultural iniciada por la colonización a secas.
En algunos países, una conciencia nacional, recientemente despierta, ha comenzado a recoger y hacer perdurables por escrito las tradiciones y leyendas aborígenes, la mitología y los signos de que están llenos los sueños y los lenguajes de nuestros indígenas y negros, pero esas obras tienen hasta ahora un interés antropológico más que literario. De ahí que, cualquiera que sea nuestro origen étnico y nuestra ideología, los "colonizadores" somos hoy día todos los que ejercemos el terrorismo de una lengua y de una cultura oficiales originalmente venidas de Europa.
Los que fuimos a la escuela, precisamente, mucho antes de que nos percatáramos de que, queriéndolo o no, íbamos a volvernos cómplices de esa vasta empresa discriminatoria, nos dimos cuenta de que nosotros mismos sufríamos la "dictadura perpetua" del adulto de cien cabezas: padres, maestros, confesores, empleados de comercio, transeúntes, entre otros. Ellos sabían lo que nos convenía, lo que debíamos hacer o decir y sabían, mejor que nosotros mismos, lo que nosotros queríamos. Y en casa, los padres nos imponían, al igual que la comida que a ellos les gustaba y la hora de ir a la cama que a ellos les convenía, los cuentos que ellos preferían y que, lo sospechábamos, eran los únicos que conocían.
Pero, a partir de cierta edad, ya no quisimos esos "cuentos para niños", quizás porque estábamos hartos de su pedagogía, y no queríamos ser inocentes ni diligentes ni sumisos; ya no nos interesaban esas historias en las que, con la excepción de Pulgarcito, jamás faltaba como heroína una muchacha que era, había sido o iba a ser una princesa. Queríamos escapar de una realidad autoritaria, impositiva, maniatadora, que ni siquiera nos dejaba el derecho de soñar. Porque si a Alicia "le bastaba abrir los ojos para volver a la realidad", a nosotros no nos bastaba cerrarlos para soñar y evadirnos de ella, para escapar a la tutela de los adultos con su omnipresencia, su omnipotencia y su omnisapiencia que nos asfixiaban. Y nuestra rebelión contra ese tipo de colonización fue la lectura: desde el momento en que pudimos leer por nuestra cuenta, leímos esos libros "para grandes" que nunca nos leyeron los adultos.
Como una compensación por lo que nos parecía una suerte de injusticia inmanente en el hogar, en la escuela, en el barrio, en la ciudad, lo que buscábamos en la lectura era algo que equivaliera a largarse de la casa, como Tom Sawyer, a poner un poco de orden en la vida y "enderezar entuertos", una especie de Robin Hood, que defiende al inocente y denuncia a los culpables.  Salvo estas excepciones, prácticamente no encontrábamos en nuestras lecturas personajes niños o adolescentes cuyo destino hubiéramos podido compartir o apropiarnos.
En cuanto a Pinocho, por ejemplo, a cuya lectura nos incitó un programa televisivo, ya habíamos mentido bastante para saber que no es verdad que al hacerlo a uno le crece la nariz y, con una comodidad de culpables, poco nos inquietaba "el grillo de la conciencia". Nos gustaba, en cambio, el desenfado con que Pinocho llevaba una vida de adulto disipado, aunque no era esa nuestra mayor aspiración. Quiero decir que admirábamos a nuestros "modelos" de adultos aventureros, corsarios, piratas y navegantes, quizás porque la gran aventura tenía que ser por mar. Se trataba de poner distancias, océanos entre nosotros y la injusticia que, por no haber viajado, creíamos que era puramente local.
Nuestros primeros héroes, en el doble sentido de la palabra, fueron los personajes de Emilio Saîgari: Sandokán, su solo nombre sonaba ya a epopeya, el corsario malayo que combate a las autoridades colonialistas inglesas, el Corsario Negro y el Corsario Rojo, que actuaban en el Caribe contra los gobernadores españoles y que, por una jugada del corazón o del destino, amaban a la hija o a la sobrina de su peor enemigo. De Guatemala al Uruguay, de Puerto Rico al Ecuador, formábamos bandos en los que nos poníamos indistintamente al lado de uno u otro de ellos. (Pero no teníamos chicas que pudieran hacer de Yolanda, la hija del Corsario Negro que era Reina de los Caribes).
Quizás por tanto mar y tantas islas; por la visión desveladora de la lucha cuerpo a cuerpo con los piratas y el abordaje; por culpa de Simbad y La isla del tesoro; por envidia de Robinson Crusoe que fue capaz de sobrevivir 28 años, 2 meses y 19 días en una isla donde nadie había que le impusiera su voluntad; por los viajes de Gulliver; por los hijos del capitán Grant (Verne nos aburrió al comienzo, tal vez porque el viaje a la Luna y al centro de la Tierra eran demasiado, pero después nos apasionó la complejidad del enigmático y contradictorio capitán Nemo); por la aventura del Conde de Montecristi, con su hallazgo del tesoro que iba a permitirle la venganza justiciera…, algunos jóvenes salieron de casa y llegaron a ser, según la suerte, mozos de salón, agentes viajeros, correctores de pruebas, vendedores de libros, hasta que cada uno fue encontrando el lugar que la sociedad le reservaba, como suele decirse, más que por un determinismo social por una especie de fatalismo cómodo: el afán de justicia y el gran sueño de la aventura se transformaron, por regla general, en "espíritu práctico", y aunque siguió habiendo quien quería transformar la vida y el mundo, hubo, en mayor número, comerciantes y militares, empleados y policías, economistas y delatores, embajadores y notarios. A las muchachas, hermanas y primas, no nos fue mucho mejor: después de habernos dormido soñando con el príncipe que nos liberaría de la servidumbre, comenzamos a llorar con Mujercitas de Louise M. Alcott, luego puesto que eran lecturas prohibidas en el colegio de las monjitas, creímos tener derecho a un destino de amor como el de Madame Bovary..., y terminamos casándonos con el mejor partido que pudieran encontrarnos los padres o sucumbiendo a la palabrería, siempre poco original, de los tenorios del barrio.
Pese a todo, muchos de nosotros habíamos descubierto, yéndonos o quedándonos, un continente fabuloso e ilimitado: el de la literatura. Unos pocos se instalaron en él hasta ahora o hasta su muerte; para otros, fue una visita pasajera. Lamentablemente, en la actualidad, los varones se dedican a leer casi exclusivamente los álbumes y libros de historietas ilustradas y las muchachas las fotonovelas, verdadera fábrica de una subliteratura trivial, de exaltación de la comodidad y hasta del racismo. De igual forma, en muchos países, adolescentes de ambos sexos, atrapados en un momento difícil de su destino colectivo, son ellos mismos héroes de la historia y no tienen tiempo para leer historias con héroes, y arrugando la nariz acostumbrada ya al olor de la pólvora, se dicen, con razón, que la literatura puede esperar.

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