La patria es espíritu. Ello dice que el ser de la patria se funda en un valor o en una acumulación de valores, con los que se enlaza a los hijos de un territorio en el suelo que habitan. Ramiro de Maeztu (1875-1936).
Iniciaré este escrito haciendo referencia al pensamiento de Ramiro de Maeztu, quien considera al ser de la patria como un cúmulo de valores que se transmiten de generación en generación y que, además, regenta el comportamiento de los hijos, según las costumbres y tradiciones de las sociedades a las que pertenecen. Entonces, la patria es espíritu, vista desde ese vigor natural o fortaleza que estimula a las personas a obrar y que, además, ese ánimo, ingenio o vivacidad, dependen de las convicciones que orientan sus decisiones frente a sus deseos e impulsos y fortalecen su sentido del deber ser. Ahora bien, en este enunciado se encuentran dos elementos que son de interés para el comentario del epígrafe que nos ocupa: ser (ontología) y valores.
La ontología es la investigación del ser en tanto que ser, o del ser en general, más allá de cualquier cosa en particular que es o existe. Aquí no termina todo, sino que una vez que se ha descubierto que las cosas tienen un ser, se encuentra que, tanto las cosas reales como los objetos ideales “son”. De igual modo, hay que destacar las diferencias estructurales en cada uno de esos dos componentes. El ser de las cosas es un ser real, es decir, temporal y causal; mientras que al ser de los objetos ideales, se llama ideal, porque no es temporal ni causal. Las cosas reales y los objetos ideales los hay en mi vida, en nuestra vida, en el sentido de ser. No obstante, cabe preguntamos: ¿en qué sentido hay valores en nuestra vida?
En este contexto, hay que mencionar que las cosas de que se compone el mundo, en el cual vivimos, no son indiferentes, sino que esas cosas tienen todas ellas un acento característico, que las hace ser mejores o peores, buenas o malas, bellas o feas, santas o profanas. La no-indiferencia del mundo, y de cada una de las cosas que lo constituyen, consiste en que, ante las cosas, adoptemos una posición positiva o negativa, una posición de preferencia. Por consiguiente, objetivamente percibido, visto desde el lado del objeto, no hay cosa alguna que no tenga un valor. Unas serán buenas, otras malas; unas útiles, otras perjudiciales; pero ninguna absolutamente indiferente.
En correspondencia con la opinión de García Morente (1980), los valores no son ni cosas ni impresiones subjetivas, porque “los valores no son”. Los valores no tienen esa categoría de ser, que tienen los objetos reales y los objetos ideales. Los valores no son y, por eso, no hay posibilidad de que tenga alguna validez el dilema entre ser cosas o ser impresiones. Entonces, para esta variedad ontológica de los valores, que consiste en que no son, a mediados del siglo pasado, el filósofo alemán Lotze propuso que: los valores no son, sino que Valen.
Existe una marcada diferencia cuando decimos que algo vale, no estamos refiriendo nada de su ser, sino que no es indiferente. Por lo que, “valer” es distinto a “ser”. La no-indiferencia constituye esta variedad ontológica que contrapone el valer al ser. La no-indiferencia es la esencia del valer. El valer, por tanto, es ahora la primera categoría de este nuevo mundo de objetos; delimitado bajo el nombre de valores. Los valores no tienen, pues, la categoría del ser, sino la categoría del valer.
Valer significa tener valor, y tener valor no es tener una realidad entitativa más, ni menos, sino simplemente no ser indiferente, tener ese valor. Por lo que, el valor pertenece esencialmente al grupo ontológico que Husserl, siguiendo en esto al psicólogo Stumpf, llama objetos no independientes; o dicho en otros términos, que no tienen por sí mismos sustantividad, que no son, sino que se adhieren a otro objeto. Ontológicamente, el valor y la cosa que tiene valor no los podemos separar. Esto es lo característico: que el valor no es un ente; sino que es siempre algo que se adhiere a la cosa y, por consiguiente, es llamado cualidad. Llegamos con esto a la segunda categoría de esta esfera. Los valores tienen la primera categoría de valer, en vez de ser; y la segunda categoría de la cualidad. Es una cualidad irreal, o sea que no es real; porque no es cosa. Una cualidad irreal es una cualidad tal que no podemos representar aparte del objeto que la posee. Si se separa la belleza de aquello que es bello, la belleza carece de ser; la belleza no es; no hay algo entitativamente existente, aunque sea idealmente. Por consiguiente, examinando las relaciones entre la cosa que tiene valor y el valor tenido por la cosa, llegamos a la conclusión de que la cualidad valiosa (el valor) es irreal. Por ello, los valores no son entes, sino valentes; son cualidades de cosas, cualidades irreales, cualidades ajenas a la cantidad, al tiempo, al número, al espacio y son absolutas.
Para hacer mención a la tercera categoría de esta esfera ontológica, tenemos que: un análisis de lo que significa no ser indiferente, revela que la no-indiferencia implica siempre un punto de indiferencia y que eso que no es indiferente se aleja más o menos de ese punto de indiferencia. Por consiguiente, toda no-indiferencia implica estructuralmente, la polaridad. Esto quiere decir que todo valor tiene su contravalor. Al valor conveniente se contrapone el valor inconveniente; a bueno se contrapone malo; a generoso, mezquino; a bello, feo; a sublime, ridículo; a santo, profano. Por lo que, todo valor tiene su contravalor negativo o positivo.
Por otro lado, observamos que los valores tienen jerarquía. Hay una multiplicidad de valores. Estos valores múltiples son todos ellos valores, o sea modos del valer, como las cosas son modos del ser. Pero los modos del valer, son modos de la no-indiferencia. Ahora, el no ser indiferente es una propiedad que en todo momento y en todo instante, sin faltar un ápice, tiene que tener el valor. Luego, la tienen que tener también los valores en sus relaciones mutuas. Y esa no-indiferencia de los valores en sus relaciones mutuas, unos con respecto a otros, es el fundamento de su jerarquía.
Tomando como referencia la clasificación de Scheler, los valores se podrían agrupar en los siguientes grupos o clases: primero, valores útiles; por ejemplo, adecuado, inadecuado, conveniente, inconveniente. Luego, valores vitales; como por ejemplo fuerte, débil. Valores lógicos; como verdad, falsedad. Valores estéticos, como bello, feo, sublime, ridículo. Valores éticos, como justo, injusto, misericordioso, despiadado. Y, por último, valores religiosos, como santo, profano. Pues bien; entre estas clases o grupos de valores, existe una jerarquía. Es decir que los valores religiosos serían superiores a los valores éticos; los éticos superiores a los valores estéticos; los valores estéticos superiores a los lógicos y que éstos, superiores a los vitales, y éstos últimos superiores a los útiles.
Esta superioridad puede verse si esquemáticamente señalamos un punto con el cero para designar el punto de indiferencia, los valores, siguiendo su polaridad, se agruparán a derecha o izquierda de este punto, en valores positivos o valores negativos y a más o menos distancia del cero. Si nosotros tenemos que optar entre salvar la vida de un niño, que es una persona y, por lo tanto, contiene valores morales supremos o dejar que se queme un cuadro, preferiremos que se queme el cuadro. Esto es lo que quiere decir la jerarquía de los valores. Habrá quien no tenga la intuición de los valores estéticos y entonces preferirá salvar un libro de una biblioteca antes que un cuadro. De esta manera llegamos a esa última categoría estructural ontológica de la esfera de los valores: la jerarquía.
Precisamente porque los valores no son, es por lo que no atentan ni menoscaban en nada la unidad del ser. Puesto que no son, es decir, que valen, son cualidades que están necesariamente adheridas a las cosas. Representan lo que en la realidad hay de valer. Justamente porque los valores no son entes, sino que son cualidades de entes, su homogénea unión con la unidad total del ser no puede ser puesta en duda. En fin, los valores no son, sino que representan cualidades valiosas, cualidades valentes, de las cosas mismas. Ahí está la fusión completa, la unión perfecta con todo el resto de la realidad.
En consecuencia, dado que los valores son cualidades necesariamente de cosas y, además, constituyen cualidades valentes de las cosas mismas y están perfectamente unidos con el resto de la realidad, es imperante su estudio, análisis y reflexión profunda desde las diversas áreas del saber, puesto que de ellos depende la Patria, tal como lo reconociera Ramiro de Maeztu. Los valores permiten comprender que todo lo que existe, "existe por algo y para algo"; que cualquier ser, por pequeño que sea, tiene su sentido y su razón de ser, es decir, Vale.
Los valores reflejan la personalidad de los individuos y son la expresión del tono moral, cultural, afectivo y social marcado por la familia, la escuela, las instituciones y la sociedad en que nos ha tocado vivir. Los valores nos permiten definir con claridad los objetivos de la vida, nos ayudan a aceptarnos tal y como somos y a estimarnos, al tiempo que nos hacen comprender y estimar a los demás. Dan sentido a nuestra vida y facilitan la relación madura y equilibrada con el entorno, con las personas, acontecimientos y cosas, proporcionándonos un poderoso sentimiento de armonía personal.
Por tanto, la acción educativa debe orientar sus objetivos en la ayuda al educando para que aprenda a guiarse libre y razonablemente por una escala de valores con la mediación de su conciencia como "norma máxima del obrar". Ello implica, también, ayudarle para que sepa descubrir el aspecto de bien que acompaña a todas las cosas, sucesos o personas; para que aprenda a valorar con todo su ser, a conocer con la razón, querer con la voluntad e inclinarse con el afecto por todo aquello que sea bueno, noble, justo y valioso.
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